Existen muchas maneras de viajar. Una es de manera física, trasladándose de un lugar a otro. Pero también, y me animaría a decir que es más común, se puede viajar con la imaginación, con los recuerdos, con los olores, con los sabores, con las sensaciones. Si damos esto último como cierto estaremos de acuerdo en que una gran manera de viajar es a través del arte.
Entrar a la casa de mis abuelos siempre fue un viaje. Las paredes de todo el departamento están cubiertas por cuadros. Gráfico de oficio y profesión, mi abuelo Pocho era un maestro del óleo con el que desde muy chico pintó todo tipo de escena realista. Paisajes, retratos, flores y animales eran su especialidad.
Todos los que alguna vez entraron a su casa se maravillaron con las pinturas de caballos, girasoles, montañas nevadas, atardeceres imponentes, campos interminables, islas paradisíacas, flores multicolores, rostros de sus nietos, pueblitos de todo tipo. Ni hablar si se enteraban que varias de las cosas las pintaba mientras hablaba por teléfono.
De chico, ir a lo de mi abuelo significaba exponerme a un montón de estímulos. Si bien todos los cuadros eran atractivos había uno que era el que más me hipnotizaba. Quizás era porque era el que estaba arriba del sillón más grande. O quizás porque el paisaje era increíble.
Y era increíble en el sentido literal de la palabra. ¿Cómo una montaña va a tener tantos colores? “Siete colores” me decía mi abuelo que había en ese cerro de Purmamarca, Jujuy. Para mi eran muchos más.
Debajo del imponente cerro había un hombre caminando por una calle de pueblo. Para mi, un pequeño porteño de -pongámosle- unos seis años, esa calle desolada también encerraba un montón de misterios, acostumbrado a las calles bulliciosas y superpobladas de la Ciudad de Buenos Aires.
Definitivamente ese cuadro me transportaba. Podía quedarme horas mirándolo. Ese cuadro me hacía viajar. Mi abuelo con sus pinceles me hacía viajar.
Hace algunas semanas, por esas cosas que tiene vivir de viaje, tuvimos que cambiar nuestra ruta. Estábamos en el norte de Chile y la idea era ir a Bolivia desde allí. Sin embargo, re-organizamos y decidimos cruzar a Argentina, para desde ahí pasar a Bolivia. Subimos a un bus en San Pedro de Atacama y bajamos en la provincia de Jujuy, Argentina. Más precisamente en Purmamarca.
Fue nuestro regreso a Argentina luego de más de siete meses. Nos encontramos con amigos, comimos asado, medialunas y pizza. Justo caímos para el sábado en que se hizo el Encuentro Anual de Copleros. En un par de días nos dimos muchos gustos.
El pueblo es tan chico que desde cualquier punto se ve el Cerro de los Siete Colores. Obviamente en cuanto pude fui a sacar fotos al cerro, pero no desde cualquier lado, sino desde esa callecita, que ahora está mucho más poblada e incluso tiene autos estacionados.
No fue la primera vez que visité Purmamarca. Sí fue la primera vez que la visité desde que mi abuelo se fue, hace un año. Y sacarle una foto al cerro me hizo viajar nuevamente, esta vez a mi infancia, a la casa de mis abuelos, a ese cuadro, a ese amor.
Definitivamente, hay muchas formas de viajar: con los pies, a través de la mente, a través de una foto y por supuesto, a través de un cuadro. Y si es de mi abuelo, mejor.
¡¡¡Simplemente genial!!! De un abuelo con tanto talento no podía salir un nieto sin creatividad. No tendrá habilidad para los pinceles y los óleos pero sí para la tecnología. En el fondo son dos gráficos de sensibilidad refinada y corazón gigante.
Gracias hijo por estar siempre.
¡Gracias ma por tu comentario objetivo y realista! Sobre todo por lo de la sensibilidad. Si hay algo que no heredé ni del abuelo ni de vos es el talento con el pincel. Apenas puedo escribir en cursiva. Gracias a vos por acompañarnos siempre!
Muy bueno Marian! Abrazo Grande
Gracias Lu!